Todos los bailarines hemos tenido periodos en los que nos alejamos del escenario por alguna lesión, por algún tema personal y muchas bailarinas por el periodo de embarazo, entre otras razones. Normalmente, la primera función después de esa ausencia es significativa y tendremos muchos sentimientos asociados a esta; cuando se trata de una lesión, por ejemplo, lo más importante es haber sanado, pero muy probablemente sentiremos miedo a no estar completamente recuperados y fuertes y a exigirle demasiado a la parte del cuerpo afectada. En el caso de un tema personal (pienso por ejemplo en alguna pérdida familiar), el retorno estará invadido por otras emociones: nuestro corazón estará vulnerable y esa primera función puede ser una experiencia incluso triste y melancólica. Con el embarazo, la dificultad radica en recuperar la condición física, aunque es bonito ver como esas bailarinas que ahora se han convertido en madres viven su regreso al escenario de una manera tan emotiva que cambia su forma de vivir la danza. Casi todas estas circunstancias tienen la característica de que se viven aisladamente, somos nosotros con nuestra lesión, con nuestra pérdida o con la maternidad, pocas veces nos alejamos del escenario todos juntos, algo que cambió en el 2020 y que nos hace vivir un regreso que nunca imaginamos experimentar.
Con el paso de los meses en confinamiento empezamos a sentir y a expresar que extrañábamos bailar en público. Si bien adaptamos a duras penas nuestras carreras a una modalidad virtual ciertamente insólita para la danza, extrañamos mucho estar en un teatro. Dotamos de añoranza y melancolía el hecho de ponernos nuestros tutús, maquillarnos y vernos bailar unos a otros bajo los reflectores, nos hacía falta el acto que le da sentido a nuestras carreras: bailar con público presente, ese momento que, de un día para el otro, se extinguió cuando cerraron las puertas de los teatros. Yo, encerrada en casa, llevaba la cuenta de los días sin bailar y veía mi tutú colgado en la puerta de mi cuarto más triste y desteñido cada mañana.
Recuerdo con nostalgia lo último que interpreté antes de tener que quedarme en casa, qué día y en qué teatro lo hice. Bailé uno de los Sones Antiguos de Michoacán, un cuadro de danza folklórica que la Compañía Nacional de Danza hizo en colaboración con el Ballet Folklórico de México y que, curiosamente, es una de las danzas más alegres, festivas y llenas de vida que he interpretado. Como si esa función hubiera sido una especie de cierre apoteósico de felicidad en el escenario a modo de despedida, por lo menos durante algún tiempo.
Con las semanas, el encierro y la incertidumbre de cuándo volveríamos a bailar y con la impotencia del tiempo perdido en una carrera profesional tan corta, me pregunté el sentido de ser bailarina sin pisar un foro y sin oír el aplauso, sin los nervios y las emociones que acompañan una función. Fue entonces, cuando en mis intentos por mantenerme entrenada físicamente, con la motivación como en una montaña rusa, me surgieron preguntas como: ¿sería considerada una bailarina si el acto de dar una función para una audiencia desapareciera?, ¿qué es lo que le da sentido a mi carrera? Este proceso me llevó a pensar y repensar qué significa la danza para mí, qué significa ser bailarina. Y fue ahí cuando sin saberlo empezó mi camino de preparación de vuelta al escenario.
El confinamiento me hizo encontrar e inventar nuevos foros. Recuerdo, por ejemplo, bailar para mi papá en el cumpleaños que le celebramos por Zoom, acompañada a distancia por el violín de mi querido y talentoso amigo Israel.
También bailé en la azotea de mi edificio y convertí mi sala en un pequeño escenario para participar en las funciones virtuales de la compañía. Fuera de esos momentos, por muchas semanas me sentí una bailarina poco productiva, no me relacionaba más que virtualmente con mis compañeros y con mis maestros, estaba sola, como en un retiro donde gracias al silencio empiezas a oír tu cuerpo más que nunca. Sin la retroalimentación de nadie, sin aplausos, sin felicitaciones, sin críticas, sin el miedo a ser juzgada, sin perfección ni frustraciones. Únicamente bajo la mirada afectiva de mis dos perritas que me aplaudían a su manera y disfrutaban con la música del piano durante mis horas de clase en casa.
Y por fin, después de catorce meses, en abril del 2021, la fecha de una primera función se concretó y con la emoción vinieron nuevas preguntas: ¿será que las condiciones de sanidad sí lo permitan?, ¿bajo qué protocolos se llevará a cabo la función?, ¿cuánta gente se animará a venir?, ¿cómo lo vivirá el público? Y una especial que me abrumaba de curiosidad: ¿qué voy a sentir?
Y es que el concepto de “el regreso al escenario” me parecía de repente inmenso y titánico por todo lo que implicaba y porque además era distinto a otros regresos: no iba a hacerlo sola, iba a compartir la función con bailarines que también llevaban meses encerrados. Como muchos de los fenómenos que adquieren un nuevo sentido cuando se viven colectivamente, este retorno se volvió mucho más importante pues me hacía sentir parte de una comunidad que se reintegraba poco a poco para volver a llevar danza a la gente.
La pieza que bailaría en esta primera función sería La muerte del cisne, un solo que Michel Fokine concibió en 1905 para que Anna Pavlova recreara los últimos momentos de un cisne herido sobre la composición El cisne de El carnaval de los animales de Camille Saint-Saëns. Este solo es amable para ensayar en estas circunstancias de pandemia ya que no implica grandes saltos ni pasos muy complicados en las puntas, aunque sí que me enfrenté a la dificultad de adaptar a mi pequeño espacio la fluidez de los continuos pas de bourrées con los que la bailarina se desplaza por todo el escenario. El verdadero reto de esta pieza está en el intenso trabajo de los brazos para lograr que se vean como alas, en la disociación del torso de las piernas para parecer un cisne sobre el agua que, por debajo de ella, mueve sus patitas con extrema rapidez pero que en la superficie se traslada delicado, como impulsado por pequeñas olas, dejando una estela a su paso. Como me decía Tihui, mi querida maestra ensayadora, lo difícil es lograr que el público se envuelva en la atmósfera íntima de un animal que va perdiendo el aliento sin grandes aspavientos, en trabajar el drama de la naturaleza sin exhibicionismos y haciendo que quien lo vea sea testigo de ese momento de extraordinaria belleza del proceso de la partida de la vida.
Empecé a prepararme bajo circunstancias no habituales durante las semanas previas: clases y ensayos en modo híbrido, algunos presenciales en la compañía y otros virtuales desde casa. Y entonces, mi sala se volvió mi pequeña guarida.
Durante un par de semanas revoloteé entre los muebles encontrando en el aislamiento un ambiente nuevo, de mayor introversión, que nunca había sentido ensayando en un salón lleno de gente. Con mi maestra del otro lado de la pantalla, mi espacio cotidiano fue un lugar seguro, un terreno para reconectar con mi cuerpo sin la distracción de los espejos o de alguna mirada curiosa, con esa libertad que evoca la frase “baila como si nadie te estuviera viendo”, común entre bailarines.
Y por fin llegó el día. Volver a entrar en un teatro fue una experiencia emocionante. El escenario estaba ahí, apacible, como si se hubiera quedado esperándonos paciente. En cuanto lo vi, mi imaginación le otorgó una voz que me daba la bienvenida y me decía que estaba listo para recibirnos de nuevo y cuidarnos mientras bailáramos sobre él, una especie de cómplice. Ahí estaba, oscuro como un mar apacible de noche, con su olor particular a linóleo, con sus piernas altas y densas, con las butacas viéndolo de frente vacías aún, despobladas durante tantos meses.
Durante mi ensayo recordé una de las cosas que me había dicho Tihui, esta primera función seguramente me haría sentir muchísimas emociones y por encima de ellas debía mantenerme tranquila, con la cabeza fría, sin desbocarme ni dejarme llevar (tanto ). Me dijo: “la emoción, después de tanto tiempo sin bailar puede ser traicionera”. Traicionera con respecto al dominio del cuerpo, al control y la ejecución de los pasos, algo que ningún bailarín quiere sentir, así que mientras me movía por el escenario me concentré en sentir un espacio que ahora se me hacía inmenso y en que no me distrajeran mis sentimentalismos ni mi corazón emocionado.
Ensayé tratando de ser consciente del espacio, de lo que tenía que hacer, hacia dónde tenía que dirigir mi cuerpo y los pasos del cisne. Terminé, platiqué de algunos aspectos técnicos con quien me había apoyado con la música y las luces,salí del escenario, me volví a poner la mascarilla y me quedé viendo el ensayo del pas de deux siguiente. Al ver a los bailarines hacer el dueto final de La bella durmiente, también emocionados y con muchas sensaciones parecidas a las mías, me conmoví al darme cuenta de lo especial de este regreso compartido.
No pasó mucho hasta encontrarme con mi propia imagen frente al espejo del camerino maquillándome, haciéndome el chongo, poniéndome las pestañas y bromeando con mi compañera bailarina acerca de que ya no sabíamos cómo peinarnos ni arreglarnos con profesionalismo, con el cubrebocas como un nuevo elemento incómodo para estos fines y con la curiosa dificultad de ponérmelo peinada con un tocado que me tapaba las orejas.
Una vez lista, con el tutú puesto, caminé por el pasillo en dirección al foro, me quité el cubrebocas tratando de no despeinarme y busqué el rincón más oscuro entre las bambalinas para acostumbrar los ojos a la poca luz de La muerte del cisne. Varios minutos antes de mi turno estuve ahí, entre cables y telones, tratando de concentrarme con todas mis fuerzas, respirando, intentando silenciar esa voz que no paraba de decirme: es hoy, ¡por fin, después de tanto tiempo!
En cuanto oí los aplausos finales del número anterior se me enchinó la piel, me coloqué de espaldas al público aún dentro de la bambalina y cerré los ojos. Cuando regresó el silencio y vibró la primera cuerda del chelo me paré sobre las puntas y de repente volví a mi guarida, a mi sala y a los ensayos en soledad, a la voz de Tihui, a los días en los que perdí la motivación y a mis perritas mirándome contentas.
Hice el primer pas de bourrée y ya no pude controlar los latidos de mi corazón, perdí la cabeza fría y me entregué a la experiencia de “regresar al escenario”. Y pasó algo extraordinario: sentí como si el tiempo no hubiera pasado, sentí paz, sentí que todo estaba bien. Con aquel primer paso regresé a un lugar familiar donde por años me han ocurrido tantas cosas mágicas y únicas, a un foro que, efectivamente, me arropaba y me alentaba a disfrutar al máximo cada uno de los tres minutos de esa interpretación.
Mientras bailaba tenía certeza de que cada movimiento que hacía acompañada por la música de Saint Saëns era el último porque, aunque vuelva a bailar esta pieza, cada instante de esa función fue único e irrepetible. Y bailando, pasó por mi mente el pensamiento de que al mismo tiempo de que interpretaba el proceso de la muerte, estaba renaciendo como bailarina.
Al final, cuando me levanté y miré al público, me conmoví al pensar que para muchos también había sido el regreso a ver una función. La sensación de pertenecer a algo más grande que mi propia interpretación me emocionó mucho, ser parte de un arte tan hermoso que había estado tantos meses confinado.
Así habían estado guardados también la adrenalina, los nervios previos, los rituales preparativos, todo lo que acompaña a una función. Como platicaba con una amiga muy querida, regresar a bailar a un teatro no es solo llegar a él y subirse al escenario; es desearle suerte al otro, compartir palabras de ánimo, ponerte nervioso por los demás, la energía de la danza en muchos cuerpos.
Mi primera función después de catorce meses fue como la vida misma y cada instante que estamos en ella. Si es posible decirlo, sentí la convicción absoluta de lo momentáneo y sentí, casi por primera vez en cada centímetro del cuerpo, lo mágico y efímero de la danza.