Como bailarina en la Compañía Nacional de Danza he vivido en varias ocasiones fenómenos sociales y naturales que nos han obligado a suspender nuestras actividades: conflictos institucionales, clima, huelgas, manifestaciones, sismos y epidemias. Detener las labores repentinamente lleva consigo un impacto físico y mental fuerte puesto que los bailarines estamos acostumbrados a un ritmo muy intenso de trabajo físico y tenemos, la mayoría del día, la cabeza en temas dancísticos.
Al presentarse eventos como una pandemia que ha puesto al mundo de cabeza, nuestra actividad nos impide practicar sana distancia: siempre ensayamos y tomamos clase en grupo, tenemos mucho contacto físico entre nosotros y damos funciones en teatros llenos. Por lo tanto, pertenecemos a esa parte de la población que debe detener desde un principio sus actividades para evitar contagiar y ser contagiados.
La sensación que esto provoca es siempre desconcertante y más en un caso de tal magnitud como este, que ninguno de nosotros había vivido antes. Como en todo grupo de trabajo, las diferentes posturas ante el panorama se hacen evidentes y provocan debates: la frescura e incluso la sana inconciencia ( si esto es posible) de algún bailarín muy joven que se siente genuinamente triste por tener que cancelar esa función especial para la que había ensayado se contrapone con la actitud exigente y poco responsable de algún otro que infunde miedo en los demás con información errónea o insuficiente, el que está feliz de irse a su casa con el impuesto descanso indignará al que lamentablemente está rebasado por la preocupación de que dejará de recibir ingresos económicos indispensables para su sustento puesto que es un bailarín independiente.
Hay bailarines que no lograron entrar a una compañía que les pague un sueldo fijo, hay artistas que se dedican a la vida freelance, a gestionar sus propias carreras y proyectos, hay bailarines que trabajan en grupos o compañías que no pueden pagarles más que por función y que no ofrecen ni siquiera un contrato, un seguro médico o un servicio mínimo de fisioterapia que cuando se quedan sin funciones debido a lo que enfrentamos hoy, la situación se vuelve para ellos aún más complicada. En el caso de los maestros de danza, las clases se cancelan y para los coreógrafos, se posponen los proyectos. Y así, una larga lista de duras consecuencias. Lo que sí compartimos todos es que es muy difícil, si no es que prácticamente imposible, mantener el cuerpo entrenado al nivel acostumbrado.
Los bailarines no podemos llevarnos la computadora a la casa, hacer home office y ser igual de productivos como cuando estamos seis horas ensayando en un salón. Gracias a la tecnología de las redes sociales pareciera que lo estamos intentando más que antes aunque por supuesto no somos la primera generación de bailarines que hace clase de ballet en la sala o en la cocina, en soledad ni que intenta mantenerse entrenado a pesar de no tener un salón para hacer clase o un teatro para bailar, pero ahora, gracias a la exposición a través de las redes sociales, estamos compartiendo con el mundo la manera de vivir nuestra carrera cuando tenemos que hacerlo entre cuatro paredes sin espacio para desplazarnos.
En el 2020 los bailarines nos grabamos cocinando con las puntas puestas, tomamos clases de ballet digitales compartimos consejos, ejercicios, grabamos podcasts, escribimos artículos y nos tomamos fotos.
La creatividad se ha disparado dentro de los medios digitales, tras una pizca de tentación de volvernos populares en las redes sociales mostrando, mostrando y mostrando lo que hacemos y cómo lo hacemos, pero la verdad es que los bailarines no nos podemos quedar quietos y además, tenemos una urgencia de que el mundo nos vea: de que la sociedad valore la danza un poco más , de que los gobiernos nos apoyen, de que alguien diga aquí, como en Alemania, que la cultura y el arte son elementos de primera necesidad básica para la sociedad y que durante esta emergencia de salud se destinarán fondos específicos para los artistas que lo necesiten. Necesitamos sentirnos útiles más allá de hacerlo subidos en un escenario bailando, necesitamos sentirnos solidarios, sentir que participamos activamente de fenómenos sociales como estos porque muchas veces nos sentimos fuera de ellos gracias a la burbuja en la que, en ocasiones, la danza puede encerrarnos.
Así que, si ejercemos la danza o somos aficionados, nuestras opciones son mantenernos entrenados lo más que se pueda por responsabilidad profesional y con nuestro cuerpo haciendo clase de ballet en la sala de nuestra casa agarrados de una silla, pero todos podemos vivir y disfrutar la danza de otras formas: podemos leerla, disfrutarla en videos, conocer más de su historia, crear coreografías y podemos darle voz a bailarines independientes, regresar a los teatros en cuanto se reanuden las programaciones, apoyar colaboraciones en línea, donar el dinero que nos reembolsaron por una función cancelada a proyectos artísticos que batallarán para ver la luz con todo esto o con suerte solo se pospondrán, podemos olvidarnos un poco sólo de la necesidad de protagonismo y reflexionar en verdad cuál es el objetivo de lo que compartimos. Podemos ser responsables aunque nos sintamos frustrados. Por que sí, el tiempo del bailarín activo es corto y un suceso como la situación de salud que vivimos hoy nos roba el tiempo, pero somos más que eso: los bailarines vivimos el mundo a través de la danza y la solidaridad social debe ser parte esencial del arte. Que la danza nos haga mejores seres humanos, antes que mejores bailarines.